hace tres años que trabajo con niños, y antes de eso pasé siete años siendo niño y objeto de trabajo de otros. soy scout, y a mucha honra. si, grito y bailo hasta quedar sin voz alrededor de una fogata junto a otros ridículos como yo y no, no cruzo abuelitas por las calles ni vendo galletas. en esos avatares anduve los últimos cuatro días, perdido en el litoral central a cargo de 25 niños que compiten por el trofeo al infante hiperactivo del año.
puede que sea lo más alejado de un hobby que mucha gente se pueda imaginar, pero es lo que me gusta hacer. me encantan los cabros chicos (en un sentido que no involucra delito, aclaremos), me hacen reír y me sorprenden a cada momento. detrás de cada niño hay unas historias tremendas, y cuando los veo jugar y reír a pesar de los padres separados que se los pelean el fin de semana, o de los colegios para superdotados donde no quieren ir, siento que estoy haciendo algo importante. estoy estimulando su imaginación carcomida por el cinismo de la vida (pos)moderna, sacándoles aunque sea por un rato las presiones que no debieran tener encima, dejando que sean ellos mismos, que puedan tirarse al suelo y ensuciarse y volverse a parar, que sean libres de explorar, recorrer, probar y equivocarse en un ambiente distinto, uno que se construyen ellos sin necesidad de 6 horas de tele, jarabes para el apetito o reforzamientos de matemáticas.
quiero que disfruten a concho de su inocencia y su espontaneidad, antes de que crezcan y sus propias trancas y las del resto los empiecen a frenar. quiero que exploten sus ganas de moverse al máximo, que se vayan a acostar cuando de verdad tengan sueño, con el cansancio auténtico de alguien que aprovechó su día y no espera otra cosa que dormir en paz.
estos niños merecen vivir su etapa de manera feliz, y verlos correr en un bosque o en la playa, con la cara llena de mugre y de risa, me hace feliz a mi también.